Las mañanas eran con un olor a tierra, esa tierra húmeda, con un rocio espectral en la madrugada hasta bien avanzada la mañana, cuando salía el sol, como viendo la tierra entrecejo y cejo. Siempre he querido poder escribir el olor, para que al pasar los ojos por las letras un frio recorra la nariz y la garganta.
Me levantaba y encontraba un prado verde, arboles que se iban cerrando ocultando un bosque tímido y vivo. Un cielo azul, y un frio que iba mojando por entero mis piernas, mientras los dedos de los pies se llenaban de tierra negra y pequeños trozos de pasto seco. Mi destino un árbol chico, de grandes naranjas secas, verdes, amarillas, pero siempre paludas como sentenciaba mi mamá viendo desde lo alto, en una ventana con cortinas de lado y lado, de materas rojas (o algo así recuerdo): Pablo, esas naranjas están paludas. Yo agarraba una o dos, dependiendo de la altura y el color, y corría entre mis perros y los cachivaches descompuestos de mi papá, subía a toda por las escaleras hasta la cocina, donde mi mamá aun en pijama se desperezaba entre el café y su mirada perdida en los arboles… años tenían que pasar que entender al fin la complicidad entre sus ojos, las hojas y el silencio.
Mi mamá cortaba mis naranjas, y efectivamente estaban secas, las miraba y me decía, ¡Uich no! ¿Cómo te comes eso?. Yo las agarraba y me iba comiéndomelas al tiempo que me sentaba en las poltronas de la sala que eran (¿Son?) de una tela de hilos beige, café y negro. Debajo de los cojines se metía el control de metal gris que yo mordí hasta borrar las letras y números, pero eso no importaba, porque me los sabía de memoria. Y así, me iba comiendo mi naranja, hasta acabarla por completo, porque a mi siempre me gustaron así secas. Con el tiempo he vuelto a eso, a que no importe que le guste a los demás, sino que me haga feliz a mí.
Al rato mi hermana y mi papá me llevaban de la mano por la calle hasta donde mi abuelo. Habían unas flores pequeñitas rosadas que colgaban de las cercas y que mi hermana a veces descolgaba, se ponían a jugar a las reinas, y a mi me ponían de público a aplaudir a la que fuera más bonita. Siempre ganó mi hermana, lo que las amigas no supieron es que ganaba no por ser mi hermana, sino por ser ella, siempre fue la más bella.
La casa de mi abuelo tiene un patio ancho, en esa época hacia un lado estaba un guayabo que lo cubría todo. Al llegar ya se respiraba la fruta madura y King, un mico que no sé porque vivía allí. El nos recibía siempre todo feliz, porque le traíamos colombinas o grillos. Los grillos yo no los agarraba, era mi papá el que los cogía y se los daba… Mi abuela siempre salía al paso de la cocina, su habitual sonrisa. Me besaba las manos, la frente, las mejillas, me agarraba de la mano y tarde entendí que esa era la felicidad.
Desde lo alto, por una baranda que da al patio mi abuelo salía a paso lento y firme, con sus lentes grandes bifocales y un pelo plateado y liso, y aun desde arriba me gritaba, MUÑECO. Empezaba la labor diaria de bajar por la escalera, con unos barandales que desde que tengo memoria se mecían de lado a lado; no sé si aun se mueven, no he querido volver; y al llegar abajo nosotros nos arrojábamos a sus brazos, mientras el buscaba su silla señorial, de un metal pesado y parco, con un color pelado de verde claro.
Mi abuela ya tenia listo el tinto, que servía caliente en unos pocillos con la figura de Juan Valdez y en letras del mismo tono “Café de Colombia”. Mi hermana se sentaba en un escalón que se formaba entre el patio y el pasadizo al baño y tomaba su café con limón. Yo no recuerdo donde me sentaba, a veces en el canto de mi abuelo, pero cuando no era recostado en él supongo que en cualquier silla o banco propios del campo.
Miércoles 20 de abril de 2011, me desperté de golpe a las 6:00 am de la mañana, un sueño estrepitoso, un frio paralizante, y aun entre sueños sentí ese olor a tierra húmeda, cuando se me despejó la vista, encontré para mi horror y mi desdicha que estaba en un apartamento en lo alto de un edificio en la ciudad Bogotá, muy lejos de todos, con la cocina vacía, y que al salir no encontraría las cercas ni las flores rosas, y que mi abuelo Pablo y mi abuela Emilia nunca más podrán tocarme o besarme… Y el quedar huérfano para siempre de su voz gruesa diciéndome muñeco.
Como agradezco en este momento no recordar mis sueños al despertarme de golpe en las mañanas, porque de seguro correría a mi mar de sabanas con mis ojos mas húmedos que de costumbre y trataría de sumergirme de nuevo y regresar a eso que estaba soñando; porque de seguro no respiraría si quiera para no despertar nunca.
ResponderEliminardmartin
Gracias por leerme... es realmente valiosa tu lectura
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